Imagen ilustrativa Bloomberg Opinión (Photographer: Mike Coppola/Getty/Mike Coppola)
Bloomberg Opinión — En una de las escenas más icónicas de El graduado, el joven personaje de Dustin Hoffman, Benjamin Braddock, recibe un consejo de inversión no solicitado de un amigo de la familia: “plásticos”.
Reproduzca esa escena hoy y el irresponsable Benjamin podría oír una palabra diferente: imanes. En los últimos años, el humilde imán se ha convertido en un elemento esencial de muchas industrias modernas, desde los vehículos eléctricos hasta las turbinas eólicas. Es un componente de alta tecnología sobre el que se amasarán fortunas.
La historia poco conocida de cómo los imanes conquistaron el mundo va más allá de los metales exóticos y la investigación de vanguardia. Cada vez más, es una historia de geopolítica, en la que las crecientes tensiones entre China y Estados Unidos ocupan un lugar central.
Antes de la revolución industrial, los únicos objetos que poseían propiedades magnéticas permanentes era la calamita: trozos de magnetita mineral. Las “piedras” estaban compuestas por tres partes de hierro y cuatro de oxígeno, además de otros ingredientes esenciales como aluminio, titanio y manganeso. Y por último, pero no por ello menos importante, un rayo.
Cuando un trozo de magnetita es alcanzado por un rayo, el campo magnético del rayo reorganiza los iones de la roca, confiriéndole propiedades magnéticas en toda su superficie. Este extraordinario fenómeno explica por qué los imanes naturales eran curiosidades tan preciadas antes de la era moderna.
En algún momento de la Edad Media, alguien descubrió otra manera: frotar una aguja de hierro sobre una piedra de calamita: la aguja también adquiría poderes magnéticos. Este descubrimiento, que condujo a la invención de la brújula, fue sin duda el primer uso práctico de un imán (aunque cabe señalar que algunos médicos medievales también creían que la calamita podían curar la calvicie y, además, servir como afrodisíaco).
En los siglos XVIII y XIX, los científicos descubrieron que la corriente eléctrica que circulaba por un alambre imbuía a ciertos metales de propiedades magnéticas. Los “electroimanes” resultantes se utilizaron en diversas aplicaciones industriales. Pero sólo funcionaban cuando la corriente estaba conectada, lo que limitaba su utilidad y estimuló la búsqueda de otros imanes “permanentes”.
Los primeros avances sobre los imanes de hierro básicos llegaron con el desarrollo de aleaciones de acero moldeadas dentro de un campo magnético. Estas aleaciones tenían mucha más potencia magnética que la calamita ordinaria, medida en una unidad conocida como oersteds (llamada así por el científico danés Hans Christian Ørsted). Pero aún no era suficiente para desempeñar un papel fiable en ningún tipo de motor eléctrico.
Japón tomó la delantera en 1918 y en los años 30 ya había desarrollado una nueva generación de imanes permanentes mezclando el hierro común con aluminio, níquel y cobalto, de ahí el nombre de imanes de álnico. Estos megaimanes superaban su propio peso y alcanzaban 400 oersteds, frente a los 50 de una calamita. Luego se descubrió que el recocido de estas aleaciones en un campo magnético multiplicaba aún más su potencia.
El mundo disponía ahora de imanes permanentes que podían sustituir a los electroimanes. En la era posterior a la Segunda Guerra Mundial, estos nuevos imanes encontraron rápidamente un papel cada vez más importante en todo tipo de dispositivos, desde motores eléctricos hasta sensores, medidores de combustible, micrófonos y otros.
En 1958, un científico austriaco poco conocido llamado Karl J. Strnat llegó a Estados Unidos para ayudar a las Fuerzas Aéreas a desarrollar imanes aún más potentes para sus misiles y reactores de última generación. Strnat era experto en un grupo esotérico de elementos conocidos como tierras raras, 15 elementos que siguen una línea horizontal por debajo del núcleo de la tabla periódica, empezando por el lantano y terminando por el lutecio.
Aunque no eran especialmente raras, las tierras raras eran difíciles de procesar y purificar. Pero nuevos métodos inspirados en el Proyecto Manhattan permitieron a los químicos extraer tierras raras individuales en cantidades considerables. Strnat y sus colegas se convencieron de que estos elementos eran candidatos prometedores para una nueva generación de imanes. Por desgracia, los elementos empezaban a perder su poder magnético cuando se acercaban a la temperatura ambiente, lo que limitaba su utilidad.
¿Y si las tierras raras se combinaran con otro elemento como el cobalto? El descubrimiento de la “anisotropía magneto-cristalina en compuestos intermetálicos de tierras raras y cobalto” es uno de los mayores logros de la ciencia de materiales moderna. Strnat y compañía habían encontrado la forma de fabricar imanes funcionales de tierras raras.
Si hubiera justicia en el universo, habría estatuas de Strnat en Silicon Valley y otros centros de alta tecnología. En pocos años, su laboratorio y otros, animados por el descubrimiento, desarrollaron una serie de nuevos imanes de tierras raras. Algunos de ellos, como el SmCo5 -una parte de samario y cinco de cobalto- alcanzaban los 25.000 oersteds.
En un artículo publicado en 1970, Strnat anticipaba que sus imanes de tierras raras pronto se utilizarían en toda una gama de productos, desde “relojes eléctricos de pulsera” a tubos de microondas; motores eléctricos y generadores, incluso para “máquinas muy grandes”. Subestimó su potencial.
El desarrollo de imanes de tierras raras de “neodimio” aún más potentes a principios de los 80 abrió la puerta a más aplicaciones. Los imanes de tierras raras se hicieron omnipresentes en la electrónica, los sistemas de armamento, los teléfonos móviles, las cámaras digitales, los discos duros y, por último pero no por ello menos importante, los motores que impulsan los coches eléctricos.
Pero había un problema. La extracción y purificación de tierras raras resultaba un negocio sucio, que generaba muchos residuos y contaminantes. Era mucho más fácil externalizar la producción a China, donde se encuentran algunos de los yacimientos de tierras raras más ricos del mundo. Esto no fue un problema tras el final de la Guerra Fría, cuando la globalización alcanzó niveles sin precedentes. Ahora, las tensiones con China van en aumento y ponen en peligro la fiabilidad de los suministros.
Parte de la solución pasa por aumentar la producción de tierras raras en Estados Unidos. Pero si queremos reducir nuestra dependencia de las tierras raras al tiempo que producimos suficientes imanes para satisfacer la creciente demanda, vamos a necesitar una nueva ronda de innovación.
Ya está en marcha, al menos en teoría. Los compuestos de hierro y níquel, en particular la tetrataenita, son muy prometedores como materia prima para un nuevo imán del siglo XXI. Estudios recientes han puesto de relieve su potencial. Lo único que falta es el elemento humano: un Karl J. Strnat de los últimos tiempos que se dedique al reto.
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